Diversas tradiciones iniciáticas y figuras como Aristóteles han advertido sobre la naturaleza desordenada del pensamiento. Aristóteles señalaba que lo que creemos que es pensar a menudo no es más que rumiación mental, mientras que en Oriente se compara el pensamiento con un mono inquieto que salta de una rama a otra, buscando una banana inalcanzable.
Es imposible ordenar el pensamiento desde dentro del propio pensamiento, similar a intentar detener una bola de nieve desde su interior. Mucha gente intenta ordenar sus pensamientos, pero solo logra consumir energía y aumentar el desorden.
La clave para superar este caos mental radica en la palabra.
Las escrituras sagradas de diversas religiones comienzan destacando la importancia de la palabra. Por ejemplo, se dice que Dios era el LOGOS, que significa PALABRA. Dios no creó el mundo mediante el pensamiento, sino mediante la palabra: «haya luz», «haya un animal». Este acto de creación mediante la palabra es esencial.
Nuestra capacidad para crear nuestra realidad depende de cómo usamos las palabras. A diferencia de los animales, que no pueden crear porque carecen de lenguaje, nosotros podemos generar nuestra realidad a través de lo que decimos. Este concepto también se encuentra en antiguos documentos sumerios.
Tanto las escrituras como la física cuántica afirman que el origen de la materia no es la materia ni el pensamiento, sino un sonido o vibración. Esto implica que nuestras palabras hoy crean nuestro futuro.
Un problema común es que no sabemos escuchar nuestras propias palabras. El cerebro tiene dos hemisferios, uno para la palabra y otro para la escucha, y necesitamos coordinarlos para ser conscientes de lo que decimos. Al aprender a escuchar nuestras palabras, descubrimos que realmente generamos nuestra realidad con lo que decimos, no solo con lo que pensamos.
Es crucial diferenciar entre pensamiento y palabra. Pensar «mañana buscaré trabajo y me irá bien» no es suficiente. Esta afirmación solo ordena al universo que busquemos trabajo, no que lo encontremos. En cambio, es más efectivo afirmar en presente: «encuentro trabajo».
No sirve de nada formular bien una frase si luego volvemos a dispersarla con otras como «voy a encontrar». La gente a menudo invoca lo que encuentra y luego no entiende de dónde vino.
Por ejemplo, quien dice «quiero adelgazar» está enfocado en estar gordo. La afirmación correcta sería «quiero estar delgado». La industria de productos para adelgazar se aprovecha de esto, vendiendo soluciones temporales que mantienen a las personas en un ciclo de consumo.
Esto ocurre en todas las áreas de la vida. Decir «quiero encontrar pareja» puede resultar en encontrar varias opciones no adecuadas, porque no se especificó claramente. La afirmación debería ser más precisa.
No importa tanto lo que pensamos, sino lo que decimos. En textos como el Bhagavad Gita, se describe cómo Dios se encarna en un cochero, el auriga, que simboliza a quien escucha. En India, se cree que Dios sigue nuestras instrucciones basadas en nuestras palabras. Por eso, las palabras mágicas como ABRACADABRA significan «yo creo la realidad como hablo».
Decretar nuestras intenciones no es suficiente si no escuchamos nuestras palabras el resto del tiempo. No podemos pasar todo el día decretando; lo adecuado es hacerlo dos veces al día, una práctica enseñada por los sacerdotes q’eros.
La invocación debe hacerse al comenzar y al terminar el día. El resto del tiempo, debemos aprender a escuchar nuestras palabras. Buda planteaba la pregunta: “¿Quién mueve tu lengua cuando hablas?”. Esto no es solo una función del cerebro, sino algo más profundo.
Cuando intentamos hablar, a veces decimos cosas distintas a lo que realmente queríamos. La iniciación comienza entendiendo quién realmente genera nuestra realidad.
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Un artículo hermoso y muy personal. Hablaré menos y escucharé más, pero sobre todo, observaré mis pensamientos. ¡Gracias Vannesa!
Me alegro de que te haya gustado, Ray. Se trata de escuchar lo que decimos y, sobre todo alinearlo.
¡Gracias por tu comentario!